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AÑOS DORADOS (IX): LA MÚSICA DE LAS DICTADURAS

04/12/2017 | Por: Conrado Xalabarder
HISTORIA

capítulo anterior: Años dorados (VIII): Continuidad francesa y británica

Los años cuarenta fueron de convulsión en Europa, con los devastadores efectos de la Segunda Guerra Mundial, dictaduras que se consolidaron y otras que cayeron. Parte del cine realizado en países bajo régimenes totalitarios fue de exaltación patriótica y la música que se debía escuchar tenía que seguir esa misma línea enfática, sin posibilidad de quiebros ni segundas intenciones. Es lo que padeció, en la Unión Soviética, Sergei Prokofiev, cuya música concertista tuvo de todos modos una enorme influencia e impacto en los ambientes intelectuales de Europa. Hizo poco cine, pero sus películas acabarían siendo estudiadas más por el imponente efecto de las partituras que no por sus valores estrictamente cinematográficos, incluso en el caso de las realizadas por Sergei M. Einsenstein. Trabajó en la sofisticada Poruchik Kizhe (34), de Aleksandr Fajntsimmer, y con Einsenstein en Alexander Nevsky (38) y en Ivan Groznyj (45). Especialmente con estas dos últimas, ocupó un lugar de honor en la historia de la música cinematográfica. En ambas películas, la música no hizo sino enfatizar las escenas donde se aplicaba, de un modo deliberadamente lineal, cinematográficamente hablando. En el caso de Alexander Nevsky, escribió temas para los rusos y los teutones y ambos con características que evidentemente eran tendenciosas: música asfixiante y opresiva para el enemigo y alegre y esperanzadora para los rusos. En las dos no hubo complejidades: el discurso de Prokofiev era sencillo y claro, pero la fuerza de sus creaciones sigue latiendo en la memoria histórica y las convierten en dos de las mejores de toda la Historia del Cine, a pesar incluso del carácter ceremonioso y servil.

El férreo control estalinista en el cine fue equiparable al que practicó el nazismo. El régimen nazi también procuró seducir a sus afectos ofreciendo una visión manipulada de la prosperidad y sentido de la dignidad nacional. Se hicieron películas familiares, históricas, musicales, melodramas... todo para glorificar Alemania y los alemanes (puros). Las partituras, también, solo podía tener un cometido: el ensalzamiento o la idealización de la vida en el país. Fueron bastantes los compositores que se prestaron a ello, pero uno de los más notables fue Herbert Windt (1894-1965), quien trabajó para Leni Riefensthal en Triumph des Willens (34), las dos entregas de Olympia (38), así como en el drama bélico Die Degenhardts (44), de Werner Klinger.

En los primeros años de la España franquista, la música cinematográfica vivió la que sería una de sus mejores épocas, cualitativamente hablando. En los treinta, había dominado la zarzuela y el folklore, pero el cine de la dictadura franquista, con propósitos alentadores similares a los alemanes, se dotó de compositores de primera categoría. El más afecto fue, sin duda, Manuel Parada, quien había combatido durante la Guerra Civil en el bando Nacional y que, acabada la contienda, inició su trayectoria en el cine en la película Raza (41), dirigida por su amigo José Luis Sáenz de Heredia, con el que trabajaría en numerosas ocasiones. Parada escribió una espectacular partitura sinfónica, y en una línea similar escribió la música de Los últimos de Filipinas (45), con melodías de gran intensidad dramática. Pero el grueso de su producción en los años cuarenta sería en filmes de entretenimiento. Con Sáenz de Heredia hizo El escándalo (43) -partitura de intenso romanticismo con espíritu optimista-, o Mariona Rebull (47), y otros títulos importantes fueron Lola Montes (44) y La fe (47). Escribió la popular sintonía del NO-DO y ampliaría su filmografía en los cincuenta. Otro compositor notable de la época fue Jesús García Leoz, quien había trabajado en el cine de los treinta pero que, al contrario que Parada, se vinculó a la causa republicana durante la Guerra Civil y por ello sufrió prisión durante seis meses. Pudo reincorporarse al cine, si bien en películas de muy escaso calado salvo títulos como Botón de ancla (47), La sirena negra (47) o La Lola se va a los puertos (47), por citar unas cuantas. Tendría mejores oportunidades en la siguiente década. Pero quizás el mejor fuera Juan Quintero, que había comenzado tocando el piano y el violín en giras y en locales de Madrid. Tras la Guerra Civil, empezó a escribir para el teatro y el cine gracias a su amistad con el director Juan de Orduña (¡A mí la legión!, en 1941, fue su primer filme juntos). Se encargaría de las producciones más prestigiosas de los estudios Cifesa –también durante los cincuenta- y esta década se destacan sus creaciones para Eloísa está debajo de un almendro (44) o Mare Nostrum (48), ambas de Rafael Gil, pero muy especialmente dos con Juan de Orduña: Locura de amor (47) y Pequeñeces (49) En los cincuenta también ofrecería impecables creaciones.

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