Secuela de A Quiet Place (18), en la que la familia debe enfrentarse a los peligros del mundo exterior mientras luchan en silencio por sobrevivir.
En esta secuela es aplicable todo lo comentado en la anterior película, tanto en su ficha como en el artículo del Ágora Destruir el silencio. Pero asumiendo que se ha renunciado a hacer una serie de filmes verdaderamente innovadores y atrevidos y que la música los hace ortodoxos, cómodos, digeribles y por tanto mucho más comerciales, hay que decir que aquí mejora bastante el respeto al uso del sonido y los efectos sonoros como parte capital de la dramaturgia y de la inmersión de la audiencia, especialmente en la fantástica secuencia inicial. En el resto del filme las músicas no intervienen tanto donde deberían estar en silencio como en las escenas donde por diversas razones no importa tanto que haya ese silencio, pero incluso así hay una competición sonora que resulta desfavorable para el sonido y por tanto para la inmersión real de la audiencia. Pese a todo ello, y aceptando pues la renuncia a ser filmes de bandera, clásicos sustentados en la fuerza de una experiencia sensorial y que se acogen a los códigos usuales del género, hay que decir también que el compositor firma una creación más que notable, con estupendas músicas para la tensión y la amenaza y con competentes temas (algo edulcorados, también) para lo dramático y lo sentimental. Es una pena, eso sí, que mientras los personajes no pueden disfrutar de la música si no es con auriculares a la audiencia se la dé sin limitaciones.