Hoy se estrena Speak No Evil (24) y su música, efectiva pero tan despersonalizada por recurrida, se suma a tantas de terror sacadas del mismo molde. Son partituras que por muchas veces escuchadas en el cine son conocidas por una audiencia ya acostumbrada y por tanto no sometida. Es probable que el género de terror sea el más complicado de afrontar musicalmente, porque a diferencia de otros el compositor debe ser más calculador que emocional. Salvo que su única función sea ambiental, la de generar atmósferas tóxicas como la de The VVitch: A New-England Folktale (15) o sobre todo The Conjuring (13), pesadillas en la que nada de lo que explica la música es concreto y definido, y por tanto no puede racionalizarse. Crean ambientes incómodos, hostiles, sutiles y muy tóxicos, que poco a poco van aprisionando a personajes y audiencia.
De The Conjuring se hablará durante décadas porque creó un molde de referencia, muy imitado y finalmente desgastado (también por el propio compositor, Joe Bishara), pero hay otros muchos ejemplos donde aparte de verter contaminantes las músicas aportan informaciones que, explicitadas o no en el guion literario, dejan entrever las razones (o parte de ellas) por las que está sucediendo lo que está sucediendo. Con The Conjuring precisamente hice un experimento que me salió muy bien, en este vídeo: explicar la película tal y como es y hacer una versión (con partitura prestada de Fernando Velázquez) en el que la música transfigura y concretiza la personalidad -y estados de ánimo- de la atacante. Son modelos que funcionan si se saben hacer bien.
No basta con hacer buena música, es necesario que sea inteligente y estratégica para someter a la audiencia. Un filme romántico o de aventuras con música fallida seguirá siendo en lo sustancial romántico o de aventuras, aunque no tan bueno, y probablemente una música no demasiado graciosa no le restará mucho humor a la comedia, aunque sea menos simpática. Pero una música que no pueda doblegar al espectador probablemente hunda la película que pretendía ser de terror. Los mejores ejemplos de bandas sonoras de terror son auténticas lecciones de ajedrez, de estrategia y de movimientos calculados para hacer daño. Pervertir algo tan inocente como una voz infantil o una nana (The Night of the Hunter, Rosemary's Baby, Poltergeist, The Bad Seed, ¿Quién puede matar a un niño?...) genera un desconcierto total porque, en el fondo, resulta doloroso. O contrastar músicas en desigualdad de condiciones: el bello tema familiar frente al arrollador Ave Satani de Goldsmith, que provoca mucho más terror porque existe aquello que destruye, al igual que la música del tiburón de Williams genera más pánico porque existe la de los humanos. Todo son estrategias y todo es inteligencia.
Para lograrlo hay recursos, códigos y clichés. Prácticamente -y precisamente por su dificultad- el de terror es el género con más clichés, zonas comunes, fórmulas similares. Se aferra bastante a la lógica de lo que funciona, ¿para qué cambiarlo? Y eso no es malo en sí, aunque también es la empírica demostración de su inherente dificultad: ¿cuántas melodías románticas similares, fanfarrias parecidas, temas épicos o elegíacos admiramos en las largas décadas de creación de música para el cine? Incontables. ¿Y cuántas hemos celebrado que tengan Ave Satani, músicas en blanco y negro hechas solo con cuerdas como la de Herrmann o cánticos infantiles siniestros? Contadísimas: las bandas sonoras de terror con personalidad definida son irrepetibles, en tanto fanfarrias heroicas son abundantes. Y eso es porque si la audiencia ha sufrido con un tipo de música, que le ha sometido, vencido y pulverizado, cuando hay un segundo enfrentamiento al enfrentarse a música ya conocida, la audiencia estará más escudada y seguramente será menos avasallada. Y en consecuencia, por su dificultad intrínseca, tenemos que acostumbrarnos a ver una y otra vez películas de terror con bandas sonoras que, en realidad, no dan ningún miedo.