Cuarta entrega de Mad Max (79). Un grupo huye de una ciudadela tiranizada y se inicia una persecución sin tregua por las arenas del desierto...
Es importante señalar la importancia que se le ha dado en este filme no solo a la música sino también al sonido (los efectos de sonido, especialmente), todo ello para magnificar y singularmente para involucrar al espectador, cometido imprescindible para mantenerlo sentado en la butaca durante dos horas de frenesí adrenalítico. A grandes rasgos, tanto en las dos primeras entregas (con música de Brian May) como en la tercera (firmada por Maurice Jarre) las bandas sonoras se sostenían en el mantenimiento de una dualidad musical en dos extremos, muy equilibrados: por una parte, músicas apocalípticas, agresivas y caóticas, y en el lado opuesto, un temario dramático para resaltar el anhelo por la libertad, por el sueño por un futuro mejor o para explicar motivaciones y emociones de personajes, según el caso. Música árida, atonal o electrónica frente a melodía, orquesta, lirismo… y esto es algo que se repite aquí, lo que evidencia la decisión de George Miller de mantenerse leal al espíritu y la dinámica de los filmes precedentes. Y lo hace, pero con trampas. Con una breve excepción, en toda la fantástica primera parte de la película (no entraré en detalles, simplemente diré que en un buen trozo de película) no hay música, hay apocalipsis, y funciona de maravilla. La música es una música de efectos de sonido, de destrucción, la de un mundo que ya no existe, de desolación y aridez. Son varios temas industriales (con orquesta y electrónica), bien hechos y con estupenda producción. Y todas estas músicas sirven para amplificar los espacios y llenarlos de muerte, de violencia extrema, de asfixia, que son áridos y se imponen arrogantemente haciendo que el desierto resulte irrespirable, demencial y peligroso. Todo ello, pensado no tanto para ambientar (que obviamente también) como para acosar al espectador, que es la víctima principal. El resultado es brillante, pero hay un problema o cuando menos un riesgo: el espectador aguanta la incomodidad y la asfixia, pero hay límites. Puede suceder que, bien por saturación o por pura protección, no quiera seguir inhalando aire musical irrespirable, se acostumbre a él y comience a resultarle todo indiferente: el gas tóxico deja entonces de ser venenoso. Y si sucede, de nada sirve la música, que se convierte entonces en un mero ejercicio de artificios, impostada. Hay que ser un maestro para lanzar tóxicos de principio a fin y tener al espectador dominado y desprotegido, como hicieron Jerry Goldsmith en Planet of the Apes (68) o Bernard Herrmann en Psyscho (60), por citar dos ejemplos. Y para los que no son maestros, sirve y ayuda el recurso de introducir balones de oxígeno: la melodía, las emociones, las razones, la empatía. Es decir, una música que alivie, que quite presión y resulte agradable al espectador. Generalmente poniendo la cámara musical en la perspectiva de alguno de los personajes, para que el espectador sea testigo -incluso partícipe- de sus emociones, sentimientos, pensamientos, fortalezas o debilidades, lo que sea pero que dé cierta tregua y permita respirar. Como he comentado, es lo que George Miller hizo en sus anteriores filmes y que repite aquí. Hay un primer problema en que hay demasiadas músicas oxigenadas, que sí explican alguna cosa en concreto pero que al final resultan demasiado dispersas, cuando debieran concentrarse en algo. Pero el gran problema -y la trampa- en la película empieza cuando entra la primera melodía a dar oxígeno… y el apocalipsis desaparece para no volver hasta el final. En una escena determinada (no entraré en detalles: cuando todos han de cruzar determinada barrera) es cuando aparecen los primeros balones de oxígeno pero la película comienza a dejar de ser apocalíptica para convertirse en una película de acción: todos los espacios antes ocupados por músicas atosigantes, venenosas, ahora lo empezarán a ser por músicas para enfatizar la acción, músicas de dinamización, músicas de género. Ninguna de ellas ha de hacer sentir incómodo al espectador, sino todo lo contrario: con el cambio de música, acaba la tensión y empieza la diversión. Solo con un cambio de música. Junkie XL no es Goldsmith, no es Herrmann, tampoco es Jarre. Pero es que en 2015 ya no se asumen riesgos y el atrevimiento no cotiza en bolsa, así que si hay que renunciar para complacer, pues se renuncia, y la música es aquí una renuncia a lo que se había presentado. También tiene parte de engaño: no es hasta el final del filme cuando se recupera esa sonoridad arcaica y apocalíptica, para hacer creer al espectador (un juego de prestigiditación que funciona muy bien) que todo, absolutamente todo, ha sido apocalipsis, cuando no ha sido así, cuando al espectador se le ha vendido gato por liebre para tenerlo contento, no incómodo, y asegurarse réditos en taquilla, temiendo absurdamente que una cuota de incomodidad restaría diversión al espectador, cuando no debiera ser así. La música es afortunadamente una herramienta de manipulación fantástica en este gran arte de la manipulación que es el cine. Pero hacer juego sucio no está bien. Los que saben jugar sus cartas no necesitan hacer trampas en las partidas en el cine. Y esta es una película con muchas virtudes que podía ser realmente excepcional pero que acaba siendo algo convencional. Será un gran éxito comercial, y bien merecido. Pero no hay nada de memorable en lo musical, y podía haberlo habido.