Esta semana, el pasado martes, se celebró el centenario del nacimiento del inmenso Henry Mancini, fundamental no solo en el ámbito cinematográfico sino más ampliamente en la música estadounidense del Siglo XX. Y pese a la trascendencia y volumen de su legado, sigue siendo considerado por no pocos un compositor de música ligera de un lugar y una época ya pasada y anticuada. Nada más lejos de la realidad: Henry Mancini es universal y es atemporal, pero además no es solo autor de bandas sonoras bonitas sino de obras con un calado dramático ejemplar que, ciertamente, ha quedado oculto por la belleza y cercanía de sus melodías. Un ejemplo claro es la extraordinaria Breakfast at Tiffany's (61), condenada a ser admirada solo por la hermosura de la canción Moon River, cuando lo que se explica en la película con esa canción va mucho más allá de lo emocional y sentimental. Lo expliqué, mostré y demostré en el vídeo que hice sobre la banda sonora, al que me remito. Two for the Road (67), la maravillosa película de Stanley Donen, es otro ejemplo similar: naturalmente su tema principal es de gran hermosura, pero es además la autovía por la que transita la historia narrada, la evolución de los personajes y el trasfondo del drama.
Son solo dos ejemplos. Mis Mancini favoritos son aquellos que mantienen en sus temas principales un perfecto equilibro entre la belleza y la tristeza, entre el amor y el desamor, entre la luz y la oscuridad. Un Yin y Yang que muestra hasta qué punto el compositor comprendió la dualidad de las emociones y de las relaciones humanas, como sucede también en las canciones principales de Days of Wine and Roses (62), de 10 (79), en Crazy World, de Victor/Victoria (82), o en una de mis favoritas, la muy desconocida canción Life in a Looking Glass, de That's Life! (86). Son todas ellas -y muchas más- creaciones de calado dramatúrgico, comprometidas con sus relatos y personajes protagonistas.
A Mancini se le vincula popularmente con las músicas dérmicas, hechas para gustar y emocionar, y parte de su obra responde a ese patrón, pero eso no tiene nada de malo: Hatari! (62) o The Pink Panther (63) o The Great Race (65), entre otras, son maravillosas bandas sonoras muy focalizadas hacia el público. Mancini se avanzó décadas a Hans Zimmer y su máxima de que la música debe ayudar a facilitar una experiencia única a la audiencia. Pero como también sostiene Zimmer -y muchos compositores más- la música ha de ayudar a crear película, y Mancini tiene unas cuantas películas en su haber donde su participación no es nada superficial (lo que no es peyorativo) sino profundamente dramatúrgica: The Night Visitor (70), Harry and Son (84) o The Glass Menagerie (87) pertenecen a este grupo.
Es capital insistir que en todo análisis de música de cine hay que ceñirse a lo que hay en la película y no a lo que se ha dispuesto en el disco de la banda sonora para su venta. Es algo bien claro en el caso de Mancini y ciertamente es algo que le ha condenado a ser considerado un compositor de músicas para gustar. Pero lupa en mano y observando (no solo escuchando) lo que aportó su música en sus películas se constata y evidencia que fue un creador de cine de primera clase. Y por ello es eterno.